PERSONAJES:
- Horacio Olivera
- La maga Lucia
- Rocamadour
- Babs
- Etienne
- Morelli
- Ossip Gregorious
- Masame Irene
- Perico Romero
- Pola
- Ronald
- Wong
- Talita
- Traveler
SINOPSIS:
La novela se basa en la historia de amor de una pareja en Paris ,un hombre llamado Horacio Oliveira el era de Argentina pero se va a estudiar a la ciudad de Paris.
Rocamadour es el hijo adoptivo de la maga uruguaya Lucia ,era adoptivo porque sus padres querían abortarlo así que la maga se hacia cargo de él,a el lo cuidaba Madame Irene ,pero el estaba enfermo ,la maga tenia una relación con Ossip de el nadie sabia mucho de su pasado.
Rayuela es una novela muy buena y entretenida escrita por
Julio Cortazar en 1963 con frases que
algunas si llegan la verdad contiene 155 capítulos pero aquí les puse los
primeros 10 para dejarlos con los ganas y que ustedes terminen por leerlos
todos.
"LA EXPLICACIÓN ES UN ERROR BIEN VESTIDO"
#1
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado
asomarme, viniendo por la rué de Sainé, al arco que da al Quía de Conti, y
apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las
formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts., a veces
andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada
sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del
puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin
sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en
nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que
necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de
dentífrico. Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de
translúcida piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá
estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha
caliente en el boulevard de Sebastopol. De todas maneras subí hasta el puente,
y la Maga no estaba. Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos
nuestros domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos
estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o
Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones,
aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el
puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato
en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que
andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba
como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por
derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un
paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en
un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos
porque lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo
usaste muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el
metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros
pintos o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella
tarde cayó un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos
en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos fríos y nubes
negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas
desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que
un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no
podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda;
entonces yo lo arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque,
cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allí lo tiré con todas mis
fuerzas al fondo de la barranca de césped mojado mientras vos proferías un
grito donde vagamente creí reconocer una imprecación de valquiria. Y en el
fondo del barranco se hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua
verde y procelosa, a la mer qui est plus félonesse en été qu’en hiver, a la ola
pérfida, Maga, según enumeraciones que detallamos largo rato, enamorados de
Joinville y del parque, abrazados y semejantes a árboles mojados o a actores de
cine de alguna pésima película húngara. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro,
como un insecto pisoteado. Y no se movía, ninguno de sus resortes se estiraba
como antes. Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos contentos. ¿Qué venía
yo a hacer al Pont des Arts.? Me parece que ese jueves de diciembre tenía
pensado cruzar a la orilla derecha y beber vino en el cafecito de la rué des
Lombards donde madame Léonie me mira la palma de la mano y me anuncia viajes y
sorpresas. Nunca te llevé a que madame Léonie te mirara la palma de la mano, a
lo mejor tuve miedo de que leyera en tu mano alguna verdad sobre mí, porque
fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa máquina de repeticiones, y lo
que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una
flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba
contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de
metro. De manera que nunca te llevé a que madame Léonie, Maga; y sé, porque me
lo dijiste, que a vos no te gustaba que yo te viese entrar en la pequeña
librería de la rué de Verneuil, donde un anciano agobiado hace miles de fichas
y sabe todo lo que puede saberse sobre historio grafía. Ibas allí a jugar con un
gato, y el viejo te dejaba entrar y no te hacía preguntas, contento de que a
veces le alcanzaras algún libro de los estantes más altos. Y te calentabas en
su estufa de gran caño negro y no te gustaba que yo supiera que ibas a ponerte
al lado de esa estufa. Pero todo esto había que decirlo en su momento, sólo que
era difícil precisar el momento de una cosa, y aún ahora, acodado en el puente,
viendo pasar una pinaza color borra vino, hermosísima como una gran cucaracha
reluciente de limpieza, con una mujer de delantal blanco que colgaba ropa en un
alambre de la proa, mirando sus ventanillas pintadas de verde con cortinas Hansen
y Gretel, aún ahora, Maga, me preguntaba si este rodeo tenía sentido, ya que
para llegar a la rué des Lombards me hubiera convenido más cruzar el Pont
Saint-Michel y el Pont au Change. Pero si hubieras estado ahí esa noche, como
tantas otras veces, yo habría sabido que el rodeo tenía un sentido, y ahora en
cambio envilecía mi fracaso llamándolo rodeo. Era cuestión, después de subirme
el cuello de la canadiense, de seguir por los muelles hasta entrar en esa zona
de grandes tiendas que se acaba en el Chátelet,pasar bajo la sombra violeta de
la Tour Saint-Jacques y subir por mi calle pensando en que no te había
encontrado y en madame Léonie. Sé que un día llegué a París, sé que estuve un
tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros
ven. Sé que salías de un café de la rué du Cherche-Midi y que nos hablamos. Esa
tarde todo anduvo mal, porque mis costumbres argentinas me prohibían cruzar
continuamente de una vereda a otra para mirar las cosas más insignificantes en
las vitrinas apenas iluminadas de unas calles que ya no recuerdo. Entonces te
seguía de mala gana, encontrándote petulante y malcriada, hasta que te cansaste
de no estar cansada y nos metimos en un café del Boul’Mich’ y de golpe, entre
dos medialunas, me contaste un gran pedazo de tu vida Cómo podía yo sospechar
que aquello que parecía tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de
anochecer, con caras lívidas, con hambre y golpes en los rincones. Más tarde te
creí, más tarde hubo razones, hubo madame Léonie que mirándome la mano que
había dormido con tus senos me repitió casi tus mismas palabras. «Ella sufre en
alguna parte. Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su pájaro
es el mirlo, su hora la noche, su puente el Pont des Arts.» (Una pinaza color borra
vino, Maga, y por qué no nos habremos ido en ella cuando todavía era tiempo.)Y mira
que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos
minuciosamente. Como no sabías disimular me di cuenta en seguida de que para
verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los ojos, y entonces
primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una jalea de terciopelo),
luego saltos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino en un mundo-Maga
que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la firma de la
araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo
donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se
moviera como un alfil. Y entonces en esos días íbamos a los cineclubs a ver
películas mudas, porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos pobrecita no
entendías absolutamente nada de esa estridencia amarilla convulsa previa a tu
nacimiento, esa emulsión estriada donde corrían los muertos; pero de repente
pasaba por ahí Harold Lloyd y entonces te sacudías el agua del sueño y al final
te convencías de que todo había estado muy bien, y que Pabst y que Fritz Lang.
Me hartabas un poco con tu manía de perfección, con tus zapatos rotos, con tu
negativa a aceptar lo aceptable. Comíamos hamburgers en el Carrefour de
l’Odéon, y nos íbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel, a
cualquier almohada. Pero otras veces seguíamos hasta la Porte d’Orléans,
conocíamos cada vez mejor la zona de terrenos baldíos que hay más allá del
Boulevard Jourdan, donde a veces a medianoche se reunían los del Club de la
Serpiente para hablar con un vidente ciego, paradoja estimulante. Dejábamos las
bicicletas en la calle y nos internábamos de a poco, parándonos a mirar el
cielo porque ésa es una de las pocas zonas de París donde el cielo vale más que
la tierra. Sentados en un montón de basuras fumábamos un rato, y la Maga me
acariciaba el pelo o canturreaba melodías ni siquiera inventadas, melopeas
absurdas cortadas por suspiros o recuerdos. Yo aprovechaba para pensar en cosas
inútiles, método que había empezado a practicar años atrás en un hospital y que
cada vez me parecía más fecundo y necesario. Con un enorme esfuerzo, reuniendo
imágenes auxiliares, pensando en olores y caras, conseguía extraer de la nada
un par de zapatos marrones que había usado en Olavarría en 1940. Tenían tacos
de goma, suelas muy finas, y cuando llovía me entraba el agua hasta el alma.
Con ese par de zapatos en la mano del recuerdo, el resto venía solo: la cara de
doña Manuela, por ejemplo, o el poeta Ernesto Moroni. Pero los rechazaba porque
el juego consistía en recobrar tan sólo lo insignificante, lo ostentoso, lo
perecido. Temblando de no ser capaz de acordarme, atacado por la polilla que
propone la prórroga, imbécil a fuerza de besar el tiempo, terminaba por ver al
lado de los zapatos una latita de Té Sol que mi madre me había dado en Buenos
Aires. Y la cucharita para el té, cuchara-ratonera donde las lauchitas negras
se quemaban vivas en la taza de agua lanzando burbujas chirriantes. Convencido
de que el recuerdo lo guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las
grandes efemérides del corazón y los riñones, me obstinaba en reconstruir el
contenido de mi mesa de trabajo en Floresta, la cara de una muchacha
irrecordable llamada Gekrepten, la cantidad de plumas cucharita que había en mi
caja de útiles de quinto grado, y acababa temblando de tal manera y
desesperándome (porque nunca he podido acordarme de esas plumas cucharita, sé
que estaban en la caja de útiles, en un compartimento especial, pero no me
acuerdo de cuántas eran ni puedo precisar el momento justo en que debieron ser
dos o seis), hasta que la Maga, besándome y echándome en la cara el humo del
cigarrillo y su aliento caliente, me recobraba y nos reíamos, empezábamos a
andar de nuevo entre los montones de basura en busca de los del Club. Ya para
entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que
salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas. Con la
Maga hablábamos de pata física hasta cansarnos, porque a ella también le
ocurría (y nuestro encuentro era eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo)
caer de continuo en las excepciones, verse metida en casillas que no eran las
de la gente, y esto sin despreciar a nadie, sin creernos Maldorores en
liquidación ni Melmoths privilegiadamente errantes. No me parece que la
luciérnaga extraiga mayor suficiencia del hecho incontrovertible de que es una
de las maravillas más fenomenales de este circo, y sin embargo basta suponerle
una conciencia para comprender que cada vez que se le encandila la barriguita
el bicho de luz debe sentir como una cosquilla de privilegio. De la misma
manera a la Maga le encantaban los líos inverosímiles en que andaba metida
siempre por causa del fracaso de las leyes en su vida. Era de las que rompen
los puentes con sólo cruzarlos, o se acuerdan llorando a gritos de haber visto
en una vitrina el décimo de lotería que acaba de ganar cinco millones. Por mi
parte ya me había acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente
excepcionales, y no encontraba demasiado horrible que al entrar en un cuarto a
oscuras para recoger un álbum de discos, sintiera bullir en la palma de la mano
el cuerpo vivo de uniempiés gigante que había elegido dormir en el lomo del
álbum. Eso, y encontrar grandes pelusas grises o verdes dentro de un paquete de
cigarrillos, u oír el silbato de una locomotora exactamente en el momento y el
tono necesarios para incorporarse ex oficio a un pasaje de una sinfonía de
Ludwig van, o entrar a una pissotière de la rué de Médicis y ver a un hombre
que orinaba aplicadamente hasta el momento en que, apartándose de su
compartimento, giraba hacia mí y me mostraba, sosteniéndolo en la palma de la
mano como un objeto litúrgico y precioso, un miembro de dimensiones y colores
increíbles, y en el mismo instante darme cuenta de que ese hombre era
exactamente igual a otro (aunque no era el otro) que veinticuatro horas antes,
en la Salle de Géographie, había disertado sobre tótems y tabúes, y había
mostrado al público, sosteniéndolos preciosamente en la palma de la mano,
bastoncillos de marfil, plumas de pájaro lira, monedas rituales, fósiles
mágicos, estrellas de mar, pescados secos, fotografías de concubinas reales,
ofrendas de cazadores, enormes escarabajos embalsamados que hacían temblar de
asustada delicia a las infaltables señoras. En fin, no es fácil hablar de la
Maga que a esta hora anda seguramente por Belleville o Pantin, mirando
aplicadamente el suelo hasta encontrar un pedazo de género rojo. Si no lo
encuentra seguirá así toda la noche, revolverá en los tachos de basura, los
ojos vidriosos, convencida de que algo horrible le va a ocurrir si no encuentra
esa prenda de rescate, la señal del perdón o del aplazamiento. Sé lo que es eso
porque también obedezco a esas señales, también hay veces en que me toca
encontrar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me cae algo al suelo tengo que
levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a ocurrir una desgracia, no
a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre empieza con la inicial del objeto
caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando algo se me cae al suelo, ni
tampoco vale que lo levante otro porque el maleficio obraría igual. He pasado
muchas veces por loco a causa de esto y la verdad es que estoy loco cuando lo
hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o un trocito de papel que se me han
ido de la mano, como la noche del terrón de azúcar en el restaurante de la rué
Scribe, un restaurante bacán con montones de gerentes, putas de zorros
plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos con Ronald y Etienne, y a
mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar abajo de una mesa bastante
lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la atención fue la forma en que el
terrón se había alejado, porque en general los terrones de azúcar se plantan
apenas tocan el suelo por razones paralelepípedos evidentes. Pero éste se
conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual aumentó mi aprensión, y
llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de la mano. Ronald, que me
conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y se empezó a reír. Eso me
dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo se acercó pensando que se me
había caído algo precioso, una Parker o una dentadura postiza, y en realidad lo
único que hacía era molestarme, entonces sin pedir permiso me tiré al suelo y
empecé a buscar el terrón entre los zapatos de la gente que estaba llena de
curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de algo importante. En la mesa
había una gorda pelirroja, otra menos gorda pero igualmente putona, y dos
gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme cuenta de que el terrón no
estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta los zapatos (que se
movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía alfombra, y aunque
estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido entre los pelos y no
podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa, y ya éramos dos
cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos gallina que allá arriba empezaban a
cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Parker o el Luis de oro, y
cuando estábamos bien metidos debajo de la mesa, en una especie de gran
intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que era como
para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír, el miedo me
hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me dio una verdadera
desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a agarrar los
zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no estaría
agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes me
picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía
de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata
Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en
la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel, cómo
asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de
episodios todos los días Aquí había sido primero como una sangría, un vapuleo
de uso interno, una necesidad de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en
el bolsillo del saco, la llave del hotel bien segura en el clavo del tablero.
El miedo, la ignorancia, el deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide
así, ahora esa mujer va a sonreír, más allá de esa calle empieza el Jardín des
Plantes. París, una tarjeta postal con un dibujo de Klee al lado de un espejo
sucio. La Maga había aparecido una tarde en la rué du Cherche-Midi, cuando
subía a mi pieza de la rué de la Tombe Issoire traía siempre una flor, una
tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero elegía una hoja de plátano en el
parque. Por ese entonces yo juntaba alambres y cajones vacíos en las calles de
la madrugada y fabricaba móviles, perfiles que giraban sobre las chimeneas,
máquinas inútiles que la Maga me ayudaba a pintar. No estábamos enamorados,
hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos
en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como
estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era
el tiempo. La Maga acababa por levantarse y daba inútiles vueltas por la pieza.
Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el espejo, tomarse los senos con las
manos como las estatuillas sirias y pasarse los ojos por la piel en una lenta
caricia. Nunca pude resistir al deseo de llamarla a mi lado, sentirla caer poco
a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber estado por un momento
tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su cuerpo.
En ese entonces
no hablábamos mucho de Rocamadour, el placer era egoísta y nos topaba gimiendo
con su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de sal. Llegué a aceptar
el desorden de la Maga como la condición natural de cada instante, pasábamos de
la evocación de Rocamadour a un plato de fideos recalentados, mezclando vino y
cerveza y limonada, bajando a la carrera para que la vieja de la esquina nos
abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano descascarado de madame
Noguet melodías de Schubert y preludios de Bach, o tolerando Porgy and Bess con
bifes a la plancha y pepinos salados. El desorden en que vivíamos, es decir el
orden en que un bidé se va convirtiendo por obra natural y paulatina en
discoteca y archivo de correspondencia por contestar, me parecía una disciplina
necesaria aunque no quería decírselo a la Maga. Me había llevado muy poco
comprender que a la Maga no había que plantearle la realidad en términos
metódicos, el elogio del desorden la hubiera escandalizado tanto como su
denuncia. Para ella no había desorden, lo supe en el mismo momento en que
descubrí el contenido de su bolso (era en un café de la rué Réaumur, llovía y
empezábamos a desearnos), mientras que yo lo aceptaba y lo favorecía después de
haberlo identificado; de esas desventajas estaba hecha mi relación con casi
todo el mundo, y cuántas veces, tirado en una cama que no se tendía en muchos
días, oyendo llorar a la Maga porque en el metro un niño le había traído el
recuerdo de Rocamadour, o viéndola peinarse después de haber pasado la tarde
frente al retrato de Leonor de Aquitania y estar muerta de ganas de parecerse a
ella, se me ocurría como una especie de eructo mental que todo ese abecé de mi
vida era una penosa estupidez porque se quedaba en mero movimiento dialéctico,
en la elección de una inconducta en vez de una conducta, de una módica indecencia
en vez de una decencia gregaria. La Maga se peinaba, se despeinaba, se volvía a
peinar. Pensaba en Rocamadour; cantaba algo de Hugo Wolf (mal), me besaba, me
preguntaba por el peinado, se ponía a dibujar en un papelito amarillo, y todo
eso era ella indisolublemente mientras yo ahí, en una cama deliberadamente
sucia, bebiendo una cerveza deliberadamente tibia, era siempre yo y mi vida, yo
con mi vida frente a la vida de los otros. Pero lo mismo estaba bastante
orgulloso de ser un vago consciente y por debajo de lunas y lunas, de
incontables peripecias donde la Maga y Ronald y Rocamadour, y el Club y las
calles y mis enfermedades morales y otras piorreas, y Berthe Trépat y el hambre
a veces y el viejo Trouille que me sacaba de apuros, por debajo de noches
vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas y trueques de todo género, bien
por debajo o por encima de todo eso no había querido fingir como los bohemios
al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o cualquier
otra etiqueta igualmente podrida, y tampoco había querido aceptar que bastaba
un mínimo de decencia (¡decencia, joven!) para salir de tanto algodón manchado.
Y así me había encontrado con la Maga, que era mi testigo y mi espía sin
saberlo, y la irritación de estar pensando en todo eso y sabiendo que como
siempre me costaba mucho menos pensar que ser, que en mi caso el ergo de la
frasecita no era tan ergo ni cosa parecida, con lo cual así íbamos por la
orilla izquierda, la Maga sin saber que era mi espía y mi testigo, admirando
enormemente mis conocimientos diversos y mi dominio de la literatura y hasta
del jazz cool, misterios enormísimos para ella. Y por todas esas cosas yo me
sentía antagónicamente cerca de la Maga, nos queríamos en una dialéctica de
imán y limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared. Supongo que la Maga se
hacía ilusiones sobre mí, debía creer que estaba curado de prejuicios o que me
estaba pasando a los suyos, siempre más livianos y poéticos. En pleno contento
precario, en plena falsa tregua, tendí la mano y toqué el ovillo París, su
materia infinita arrollándose a sí misma, el magma del aire y de lo que se
dibujaba en la ventana, nubes y buhardillas; entonces no había desorden,
entonces el mundo seguía siendo algo petrificado y establecido, un juego de
elementos girando en sus goznes, una madeja de calles y árboles y nombres y
meses. No había un desorden que abriera puertas al rescate, había solamente
suciedad y miseria, vasos con restos de cerveza, medias en un rincón, una cama
que olía a sexo y a pelo, una mujer que me pasaba su mano fina y transparente
por los muslos, retardando la caricia que me arrancaría por un rato a esa
vigilancia en pleno vacío. Demasiado tarde, siempre, porque aunque hiciéramos
tantas veces el amor la felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más
triste que esta paz y este placer, un aire como de unicornio o isla, una caída
interminable en la inmovilidad. La Maga no sabía que mis besos eran como ojos
que empezaban a abrirse más allá de ella, y que yo andaba como salido, volcado
en otra figura del mundo, piloto vertiginoso en una proa negra que cortaba el
agua del tiempo y la negaba. En esos días del cincuenta y tantos empecé a
sentirme como acorralado entre la Maga y una noción diferente de lo que hubiera
tenido que ocurrir. Era idiota sublevarse contra el mundo Maga y el mundo
Rocamadour, cuando todo me decía que apenas recobrara la independencia dejaría
de sentirme libre. Hipócrita como pocos, me molestaba un espionaje a la altura
de mi piel, de mis piernas, de mi manera de gozar con la Maga, de mis
tentativas de papagayo en la jaula leyendo a Kierkegaard a través de los
barrotes, y creo que por sobre todo me molestaba que la Maga no tuviera
conciencia de ser mi testigo y que al contrario estuviera convencida de mi
soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente me exasperaba era saber que
nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me
sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una
admisión de derrota. Me dolía reconocer que a golpes sintéticos, a pantallazos
maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía abrirme paso por las
escalinatas de la Gare de Montparnasse adonde me arrastraba la Maga para
visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin
pretender explicarlo, sin sentar las nociones de orden y de desorden, de
libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de
la calle Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo más profundo de la
estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del Jardín de los
Olivos. Por el momento me asombraba que la Maga hubiera podido llevar la
fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su hijo. En el Club nos habíamos
cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se llamaba
como su padre pero desaparecido el padre había sido mucho mejor llamarlo
Rocamadour y mandarlo al campo para que lo criaran en nourrice. A veces la Maga
se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía siempre con sus esperanzas
de llegar a ser una cantante de lieder. Entonces Ronald venía a sentarse al
piano con su cabezota colorada de cowboy, y la Maga vociferaba Hugo Wolf con
una ferocidad que hacía estremecerse a madame Noguet mientras, en la pieza
vecina, ensartaba cuentas de plástico para vender en un puesto del Boulevard de
Sébastopol. La Maga cantando Schumann nos gustaba bastante, pero todo dependía
de la luna y de lo que fuéramos a hacer esa noche, y también de Rocamadour
porque apenas la Maga se acordaba deRocamadour el canto se iba al diablo y
Ronald, solo en el piano, tenía todo el tiempo necesario para trabajar sus
ideas de bebop o matarnos dulcemente a fuerza de blues. No quiero escribir
sobre Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto acercarme mejor a mí
mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro. Acabo siempre aludiendo al
centro sin la menor garantía de saber lo que digo, cedo a la trampa fácil de la
geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje, centro,
razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. Incluso esta
existencia que a veces procuro describir, este París donde me muevo como una
hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el
reencuentro con el fuste. Cuantas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo
desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de
que ocho por ocho es la locura o un perro Abrazado a la Maga, esa concreción de
nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan
como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida las ideas
que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su vaivén instantáneo y otra vez
me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito insignificante, novela
trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de menor a mayor: muñequito,
novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores tan bien exploradas por
Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso. Lo religioso, lo
estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El muñequito, la
novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace cosquillas.
Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, la cosquilla, la ética.
#3
"DESPUES DE LOS 40 AÑOS LA VERDADERA CARA LA TENEMOS EN LA NUCA,MIRANDO DESESPERADAMENTE PARA ATRAS"
El tercer
cigarrillo del insomnio se quemaba en la boca de Horacio Oliveira sentado en la
cama; una o dos veces había pasado levemente la mano por el pelo de la Maga
dormida contra él. Era la madrugada del lunes, habían dejado irse la tarde y la
noche del domingo, leyendo, escuchando discos, levantándose alternativamente
para calentar café o cebar mate. Al final de un cuarteto de Haydn la Maga se
había dormido y Oliveira, sin ganas de seguir escuchando, desenchufó el
tocadiscos desde la cama; el disco siguió girando unas pocas vueltas, ya sin
que ningún sonido brotara del parlante. No sabía por qué pero esa inercia
estúpida lo había hecho pensar en los movimientos aparentemente inútiles de
algunos insectos, de algunos niños. No podía dormir, fumaba mirando la ventana
abierta, la bohardilla donde a veces un violinista con joroba estudiaba hasta
muy tarde. No hacía calor, pero el cuerpo de la Maga le calentaba la pierna y
el flanco derecho; se apartó poco a poco, pensó que la noche iba a ser larga.
Se sentía muy bien, como siempre que la Maga y él había conseguido llegar al
final de un encuentro sin chocar y sin exasperarse. Le importaba muy poco la
carta de su hermano, rotundo abogado rosarino que producía cuatro pliegos de
papel avión acerca de los deberes filiales y ciudadanos malbaratados por
Oliveira. La carta era una verdadera delicia y ya la había fijado con scotch
tape en la pared para que la saborearan sus amigos. Lo único importante era la
confirmación de un envío de dinero por la bolsa negra, que su hermano llamaba
delicadamente «el comisionista». Oliveira pensó que podría comprar unos libros
que andaba queriendo leer, y que le daría tres mil francos a la Maga para que
hiciese lo que le diera la gana, probablemente comprar un elefante de felpa de
tamaño casi natural para estupefacción de Rocamadour. Por la mañana tendría que
ir a lo del viejo Trouille y ponerle al día la correspondencia con
Latinoamérica. Salir, hacer, poner al día, no eran cosas que ayudaran a
dormirse. Poner al día, vaya expresión. Hacer. Hacer algo, hacer el bien, hacer
pis, hacer tiempo, la acción en todas sus barajas. Pero detrás de toda acción
había una protesta, porque todo hacer significaba salir de para llegar a, o
mover algo para que estuviera aquí y no allí, o entrar en esa casa en vez de no
entrar o entrar en la de al lado, es decir que en todo acto había la admisión
de una carencia, de algo no hecho todavía y que era posible hacer, la protesta
tácita frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad del
presente. Creer que la acción podía colmar, o que la suma de las acciones podía
realmente equivaler a una vida digna de este nombre, era una ilusión de
moralista. Valía más renunciar, porque la renuncia a la acción era la protesta
misma y no su máscara.
Oliveira encendió otro cigarrillo, y su mínimo hacer
lo obligó a sonreírse irónicamente y a tomarse el pelo en el acto mismo. Poco
le importaban los análisis superficiales, casi siempre viciados por la
distracción y las trampas filológicas. Lo único cierto era el peso en la boca
del estómago, la sospecha física de que algo no andaba bien, de que casi nunca
había andado bien. No era ni siquiera un problema, sino haberse negado desde temprano
a las mentiras colectivas o a la soledad rencorosa del que se pone a estudiar
los isótopos radiactivos o la presidencia de Bartolomé Mitre. Si algo había
elegido desde joven era no defenderse mediante la rápida y ansiosa acumulación de
una
«Cultura», truco por excelencia de la clase media argentina
para hurtar el cuerpo a la realidad nacional y a cualquier otra, y creerse a
salvo del vacío que la rodeaba. Tal vez gracias a esa especie de fiaca sistemática,
como la definía su camarada Traveler, se había librado de ingresar en ese orden
fariseo (en el que militaban muchos amigos suyos, en general de buena fe porque
la cosa era posible, había ejemplos), que esquivaba el fondo de los problemas
mediante una especialización de cualquier orden, cuyo ejercicio confería
irónicamente las más altas ejecutorias de argentinidad. Por lo demás le parecía
tramposo y fácil mezclar problemas históricos como el ser argentino o esquimal,
con problemas como el de la acción o la renuncia. Había vivido lo suficiente
para sospechar eso que, pegado a las narices de cualquiera, se le escapa con la
mayor frecuencia: el peso del sujeto en la noción del objeto. La Maga era de
las pocas que no olvidaban jamás que la cara de un tipo influía siempre en la idea
que pudiera hacerse del comunismo o la civilización cretomicénica, y que la
forma de sus manos estaba presente en lo que su dueño pudiera sentir frente a
Ghirlandaio o Dostoievski. Por eso Oliveira tendía a admitir que su grupo
sanguíneo, el hecho de haber pasado la infancia rodeado de tíos majestuosos,
unos amores contrariados en la adolescencia y una facilidad para la astenia
podían ser factores de primer orden en su cosmovisión. Era clase media, era
porteño, era colegio nacional, y esas cosas no se arreglan así nomás. Lo malo
estaba en que a fuerza de temer la excesiva localización de los puntos de
vista, había terminado por pesar y hasta aceptar demasiado el sí y el no de todo,
a mirar desde el fiel los platillos de la balanza. En París todo le era Buenos
Aires y viceversa; en lo más ahincado del amor padecía y acataba la pérdida y
el olvido. Actitud perniciosamente cómoda y hasta fácil a poco que se volviera
un reflejo y una técnica; la lucidez terrible del paralítico, la ceguera del
atleta perfectamente estúpido. Se empieza a andar por la vida con el paso
pachorriento del filósofo y del clochard, reduciendo cada vez más los gestos
vitales al mero instinto de conservación, al ejercicio de una conciencia más
atenta a no dejarse engañar que a aprender la verdad. Quietismo laico, ataraxia
moderada, atenta desatención.
Lo importante para Oliveira era asistir sin desmayo al
espectáculo de esa parcelación Tupac-Amarú, no incurrir en el pobre
egocentrismo (criollicentrismo, suburcentrismo, cultucentrismo, folklocentrismo)
que cotidianamente se proclamaba en torno a él bajo todas las formas posibles.
A los diez años, una tarde de tíos y pontificantes homilías histórico-políticas
a la sombra de unos paraísos, había manifestado tímidamente su primera reacción
contra el tan hispano ítalo-argentino « ¡Se lo digo yo!», acompañado de un
puñetazo rotundo que debía servir de ratificación iracunda. Glielo dico io! ¡Se
lo digo yo, carajo! Ese yo, había alcanzado a pensar Oliveira, ¿qué valor probatorio
tenía? El yo de los grandes, ¿qué omnisciencia conjugaba? A los quince años se
había enterado del «sólo sé que no sé nada»; la cicuta concomitante le había
parecido inevitable, no se desafía a la gente en esa forma, se lo digo yo. Más
tarde le hizo gracia comprobar cómo en las formas superiores de cultura el peso
de las autoridades y las influencias, la confianza que dan las buenas lecturas
y la inteligencia, producían también su «se lo digo yo» finamente disimulado,
incluso para el que lo profería: ahora se sucedían los «siempre he creído», «si
de algo estoy seguro», «es evidente que», casi nunca compensado por una
apreciación desapasionada del punto de vista opuesto. Como si la especie velara
en el individuo para no dejarlo avanzar demasiado por el camino de la tolerancia,
la duda inteligente, el vaivén sentimental. En un punto dado nacía el callo, la
esclerosis, la definición: o negro o blanco, radical o conservador, homosexual
o heterosexual, figurativo o abstracto, San Lorenzo o Boca Juniors, carne o
verduras, los negocios o la poesía.
Y estaba bien, porque la especie no podía fiarse de
tipos como Oliveira; la carta de su hermano era exactamente la expresión de esa
repulsa. «Lo malo de todo esto», pensó, «es que desemboca inevitablemente en el
animula vagula blandula. ¿Qué hacer? Con esta pregunta empecé a no dormir. Oblomov,
cosa facciamo? Las grandes voces de la Historia instan a la acción:
Hamlet, revenge! ¿Nos vengamos, Hamlet, o
tranquilamente Chippendale y zapatillas y un buen fuego? El sirio, después de todo,
elogió escandalosamente a Marta, es sabido. ¿Das la batalla, Aduna? No podés
negar los valores, rey indeciso. La lucha por la lucha misma, vivir peligrosamente,
pensá en Mario el Epicúreo, en Richard Hillary, en Kyo, en T.E. Lawrence...
Felices los que eligen, los que aceptan ser elegidos, los hermosos héroes, los
hermosos santos, los escapistas perfectos».
Quizá. ¿Por qué no? Pero también podía ser que su
punto de vista fuera el de la zorra mirando las uvas. Y también podía ser que
tuviese razón, pero una razón mezquina y lamentable, una razón de hormiga
contra cigarra. Si la lucidez desembocaba en la inacción, ¿no se volvía sospechosa,
no encubría una forma particularmente diabólica de ceguera? La estupidez del
héroe militar que salta con el polvorín, Cabral soldado heroico cubriéndose de
gloria, insinuaban quizá una supervisión, un instantáneo asomarse a algo
absoluto, por fuera de toda conciencia (no se le pide eso a un sargento), frente
a lo cual la clarividencia ordinaria, la lucidez de gabinete, de tres de la mañana
en la cama y en mitad de un cigarrillo, eran menos eficaces que las de un topo.
Le habló de todo eso a la Maga, que se había despertado y se acurrucaba contra
él maullando soñolienta. La Maga abrió los ojos, se quedó pensando.
—Vos no podrías —dijo—. Vos pensás demasiado antes de
hacer nada.
—Parto del principio de que la reflexión debe preceder
a la acción, bobalina.
—Partís del principio —dijo la Maga—. Qué complicado.
Vos sos como un testigo, sos el que va al museo y mira los cuadros. Quiero
decir que los cuadros están ahí y vos en el museo, cerca y lejos al mismo
tiempo. Yo soy un cuadro, Rocamadour es un cuadro. Etienne es un cuadro, esta
pieza es un cuadro. Vos creés que estás en esta pieza pero no estás. Vos estás
mirando la pieza, no estás en la pieza.
—Esta chica lo dejaría verde a Santo Tomás —dijo
Oliveira.
—¿Por qué Santo Tomás? —dijo la Maga—. ¿Ese idiota que
quería ver para creer?
—Sí, querida —dijo Oliveira, pensando que en el fondo
la Maga había
embocado el verdadero santo. Feliz de ella que podía
creer sin ver, que formaba cuerpo con la duración, el continuo de la vida. Feliz
de ella que estaba dentro de la pieza, que tenía derecho de ciudad en todo lo que
tocaba y convivía, pez río abajo, hoja en el árbol, nube en el cielo, imagen en
el poema. Pez, hoja, nube, imagen: exactamente eso, a menos que...
#4
Así habían empezado a andar por un París fabuloso,
dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de
una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle
negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o
mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie
para entrar en el Cielo. La Maga hablaba de sus amigas de Montevideo, de años
de infancia, de un tal Ledesma, de su padre. Oliveira escuchaba sin ganas,
lamentando un poco no poder interesarse; Montevideo era lo mismo que Buenos
Aires y él necesitaba consolidar una ruptura precaria (¿qué estaría haciendo
Traveler, ese gran vago, en qué líos majestuosos se habría metido desde su
partida? Y la pobre boba de Gekrepten, y los cafés del centro), por eso
escuchaba displicente y hacía dibujos en el pedregullo con una ramita mientras
la Maga explicaba por qué Chempe y Graciela eran buenas chicas, y cuánto le
había dolido que Luciana no fuera a despedirla al barco, Luciana era una snob,
eso no lo podía aguantar en nadie.
—¿Qué entendés por snob? —preguntó Oliveira, más
interesado.
—Bueno —dijo la Maga, agachando la cabeza con el aire
de quien presiente que va a decir una burrada— yo me vine en tercera clase,
pero creo que si hubiera venido en segunda Luciana hubiera ido a despedirme.
—La mejor definición que he oído nunca —dijo Oliveira.
—Y además estaba Rocamadour —dijo la Maga.
Así fue como Oliveira se enteró de la existencia de
Rocamadour, que en Montevideo se llamaba modestamente Carlos Francisco. La Maga
no parecía dispuesta a proporcionar demasiados detalles sobre la génesis de
Rocamadour, aparte de que se había negado a un aborto y ahora empezaba a
lamentarlo.
—Pero en el fondo no lo lamento, el problema es cómo
voy a vivir, Madame Irène me cobra mucho, tengo que tomar lecciones de canto,
todo eso cuesta.
La Maga no sabía demasiado bien por qué había venido a
París, y Oliveira se fue dando cuenta de que con una ligera confusión en
materia de pasajes, agencias de turismo y visados, lo mismo hubiera podido recalar
en Singapur que en Ciudad del Cabo; lo único importante era haber salido de
Montevideo, ponerse frente a frente con eso que ella llamaba modestamente «la
vida». La gran ventaja de París era que sabía bastante francés (more Pitman) y
que se podían ver los mejores cuadros, las mejores películas, la Kultur en sus
formas más preclaras. A Oliveira lo enternecía este panorama (aunque Rocamadour
había sido un sosegate bastante desagradable, no sabía por qué), y pensaba en
algunas de sus brillantes amigas de Buenos Aires, incapaces de ir más allá de
Mar del Plata a pesar de tantas metafísicas ansiedades de experiencia
planetaria. Esta mocosa, con un hijo en los brazos para colmo, se metía en una
tercera de barco y se largaba a estudiar canto a París sin un vintén en el bolsillo.
Por si fuera poco ya le daba lecciones sobre la manera de mirar y de ver;
lecciones que ella no sospechaba, solamente su manera de pararse de golpe en la
calle para espiar un zaguán donde no había nada, pero más allá un vislumbre
verde, un resplandor, y entonces colarse furtivamente para que la portera no se
enojara, asomarse al gran patio con a veces una vieja estatua o un brocal con
hiedra, o nada, solamente el gastado pavimento de redondos adoquines, verdín en
las paredes, una muestra de relojero, un viejito tomando sombra en un rincón, y
los gatos, siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat
chat cat gatos grises y blancos y negros y de albañal, dueños del tiempo y de
las baldosas tibias, invariables amigos de la Maga que sabía hacerles
cosquillas en la barriga y les hablaba un lenguaje entre tonto y misterioso,
con citas a plazo fijo, consejos y advertencias. De golpe Oliveira se extrañaba
andando con la Maga, de nada le servía irritarse porque a la Maga se le
volcaban casi siempre los vasos de cerveza o sacaba el pie de debajo de una
mesa justo para que el mozo tropezara y se pusiera a maldecir; era feliz a
pesar de estar todo el tiempo exasperado por esa manera de no hacer las cosas
como hay que hacerlas, de ignorar resueltamente las grandes cifras de la cuenta
y quedarse en cambio arrobada delante de la cola de un modesto 3, o parada en
medio de la calle (el Renault negro frenaba a dos metros y el conductor sacaba
la cabeza y puteaba con el acento de Picardía), parada como si tal cosa para
mirar desde el medio de la calle una vista del Panteón a lo lejos, siempre
mucho mejor que la vista que se tenía desde la vereda. Y cosas por el estilo. Oliveira
ya conocía a Perico y a Ronald. La Maga le presentó a Etienne y Etienne les
hizo conocer a Gregorovius; el Club de la Serpiente se fue formando en las
noches de Saint-Germain-des-Prés. Todo el mundo aceptaba en seguida a la Maga
como una presencia inevitable y natural, aunque se irritaran por tener que
explicarle casi todo lo que se estaba hablando, o porque ella hacía volar un cuarto
kilo de papas fritas por el aire simplemente porque era incapaz de manejar decentemente
un tenedor y las papas fritas acababan casi siempre en el pelo de los tipos de
la otra mesa, y había que disculparse o decirle a la Maga que era una
inconsciente. Dentro del grupo la Maga funcionaba muy mal, Oliveira se daba
cuenta de que prefería ver por separado a todos los del Club, irse por la calle
con Etienne o con Babs, meterlos en su mundo sin pretender nunca meterlos en su
mundo pero metiéndolos porque era gente que no estaba esperando otra cosa que
salirse del recorrido ordinario de los autobuses y de la historia, y así de una
manera o de otra todos los del Club le estaban agradecidos a la Maga aunque la
cubrieran de insultos a la menor ocasión. Etienne, seguro de sí mismo como un perro o un
buzón, se quedaba lívido cuando la Maga le soltaba una de las suyas delante de
su último cuadro, y hasta Perico Romero condescendía a admitir
que-para-ser-hembra-la-Maga-se-las-traía. Durante semanas o meses (la cuenta de
los días le resultaba difícil a Oliveira, feliz, ergo sin futuro) anduvieron y
anduvieron por París mirando cosas, dejando que ocurriera lo que tenía que ocurrir,
queriéndose y peleándose y todo esto al margen de las noticias de los diarios,
de las obligaciones de familia y de cualquier forma de gravamen fiscal o moral.
Toc, toc.
—Despertémonos —decía Oliveira alguna que otra vez.
—Para qué —contestaba la Maga, mirando correr las
péniches desde el Pont Neuf—. Toc, toc, tenés un pajarito en la cabeza. Toc,
toc, te picotea todo el tiempo, quiere que le des de comer comida argentina.
Toc, toc.
—Está bien —rezongaba Oliveira—. No me confundás con
Rocamadour.
Vamos a acabar hablándole en glíglico al almacenero o
a la portera, se va a armar un lío espantoso. Mirá ese tipo que anda siguiendo
a la negrita.
—A ella la conozco, trabaja en un café de la rue de
Provence. Le gustan las mujeres, el pobre tipo está sonado.
—¿Se tiró un lance con vos, la negrita?
—Por supuesto. Pero lo mismo nos hicimos amigas, le
regalé mi rouge y ella me dio un librito de un tal Retef, no... esperá,
Retif...
—Ya entiendo, ya. ¿De verdad no te acostaste con ella?
Debe ser curioso para una mujer como vos.
—¿Vos te acostaste con un hombre, Horacio?
—Claro. La experiencia, entendés.
La Maga lo miraba de reojo, sospechando que le tomaba
el pelo, que todo venía porque estaba rabioso a causa del pajarito en la cabeza
toc, toc, del pajarito que le pedía comida argentina. Entonces se tiraba contra
él con gran sorpresa de un matrimonio que paseaba por la rue Saint-Sulpice, lo
despeinaba riendo, Oliveira tenía que sujetarle los brazos, empezaban a reírse,
el matrimonio los miraba y el hombre se animaba apenas a sonreír, su mujer
estaba demasiado escandalizada por esa conducta.
—Tenés razón —acababa confesando Oliveira—. Soy un
incurable, che.
Hablar de despertarse cuando por fin se está tan bien
así dormido.
Se paraban delante de una vidriera para leer los títulos
de los libros. La Maga se ponía a preguntar, guiándose por los colores y las
formas. Había que situarle a Flaubert, decirle que Montesquieu, explicarle cómo
Raymond Radiguet, informarla sobre cuándo Théophile Gautier. La Maga escuchaba,
dibujando con el dedo en la vidriera. «Un pajarito en la cabeza, quiere que le
des de comer comida argentina», pensaba Oliveira, oyéndose hablar. «Pobre de
mí, madre mía.» —¿Pero no te das cuenta que así no se aprende nada?
—acababa por decirle—. Vos pretendés cultivarte en la calle, querida, no puede
ser. Para eso abonate al Reader’s Digest.
—Oh, no, esa porquería.
Un pajarito en la cabeza, se decía Oliveira. No ella,
sino él. ¿Pero qué tenía ella en la cabeza? Aire o gofio, algo poco receptivo.
No era en la cabeza donde tenía el centro. «Cierra los ojos y da en el blanco»,
pensaba Oliveira. «Exactamente el sistema Zen de tirar al arco. Pero da en el
blanco simplemente porque no sabe que ése es el sistema. Yo en cambio... Toc
toc. Y así vamos.»
Cuando la Maga preguntaba por cuestiones como la
filosofía Zen (eran cosas que podían ocurrir en el Club, donde se hablaba
siempre de nostalgias, de sapiencias tan lejanas como para que se las creyera
fundamentales, de anversos de medallas, del otro lado de la luna siempre),
Gregorovius se esforzaba por explicarle los rudimentos de la metafísica
mientras Oliveira sorbía su pernod y los miraba gozándolos. Era insensato
querer explicarle algo a la Maga. Fauconnier tenía razón, para gentes como ella
el misterio empezaba precisamente con la explicación. La Maga oía hablar de
inmanencia y trascendencia y abría unos ojos preciosos que le cortaban la
metafísica a Gregorovius. Al final llegaba a convencerse de que había
comprendido el Zen, y suspiraba fatigada. Solamente Oliveira se daba cuenta de
que la Maga se asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos
ellos buscaban dialécticamente.
—No aprendas datos idiotas —le aconsejaba—. Por qué te
vas a poner
anteojos si no los necesitas.
La Maga desconfiaba un poco. Admiraba terriblemente a
Oliveira y a Etienne, capaces de discutir tres horas sin parar. En torno a
Etienne y Oliveira había como un círculo de tiza, ella quería entrar en el círculo,
comprender por qué el principio de indeterminación era tan importante en la
literatura, por qué Morelli, del que tanto hablaban, al que tanto admiraban, pretendía
hacer de su libro una bola de cristal donde el micro y el macrocosmo se unieran
en una visión aniquilante.
—Imposible explicarte —decía Etienne—. Esto es el
Meccano número 7 y vos
apenas estás en el 2.
La Maga se quedaba triste, juntaba una hojita al borde
de la vereda y hablaba con ella un rato, se la paseaba por la palma de la mano,
la acostaba de espaldas o boca abajo, la peinaba, terminaba por quitarle la pulpa
y dejar al descubierto las nervaduras, un delicado fantasma verde se iba dibujando
contra su piel. Etienne se la arrebataba con un movimiento brusco y la ponía
contra la luz. Por cosas así la admiraban, un poco avergonzados de haber sido tan
brutos con ella, y la Maga aprovechaba para pedir otro medio litro y si era
posible algunas papas fritas.
#5
La primera vez había sido un hotel de la rue Valette,
andaban por ahí
vagando y parándose en los portales, la llovizna
después del almuerzo es siempre amarga y había que hacer algo contra ese polvo
helado, contra esos impermeables que olían a goma, de golpe la Maga se apretó
contra Oliveira y se miraron como tontos, HOTEL, la vieja detrás del roñoso
escritorio los saludó comprensivamente y qué otra cosa se podía hacer con ese
sucio tiempo.
Arrastraba una pierna, era angustioso verla subir
parándose en cada escalón para remontar la pierna enferma mucho más gruesa que
la otra, repetir la maniobra hasta el cuarto piso. Olía a blando, a sopa, en la
alfombra del pasillo alguien había tirado un líquido azul que dibujaba como un
par de alas. La pieza tenía dos ventanas con cortinas rojas, zurcidas y llenas
de retazos; una luz húmeda se filtraba como un ángel hasta la cama de acolchado
amarillo.
La Maga había pretendido inocentemente hacer literatura,
quedarse al lado de la ventana fingiendo mirar la calle mientras Oliveira
verificaba la falleba de la puerta. Debía tener un esquema prefabricado de esas
cosas, o quizá le sucedían siempre de la misma manera, primero se dejaba la
cartera en la mesa, se buscaban los cigarrillos, se miraba la calle, se fumaba
aspirando a fondo el humo, se hacía un comentario sobre el empapelado, se
esperaba, evidentemente se esperaba, se cumplían todos los gestos necesarios
para darle al hombre su mejor papel, dejarle todo el tiempo necesario la
iniciativa. En algún momento se habían puesto a reír, era demasiado tonto.
Tirado en un rincón, el acolchado amarillo quedó como un muñeco informe contra
la pared. Se acostumbraron a comparar los acolchados, las puertas, las
lámparas, las cortinas; las piezas de los hoteles del cinquième arrondissement
eran mejores que las del sixième para ellos, en el septième no tenían suerte,
siempre pasaba algo, golpes en la pieza de al lado o los caños hacían un ruido
lúgubre, ya por entonces Oliveira le había contado a la Maga la historia de
Troppmann, la Maga escuchaba pegándose contra él, tendría que leer el relato de
Turguéniev, era increíble todo lo que tendría que leer en esos dos años (no se
sabía por qué eran dos), otro día fue Petiot, otra vez Weidmann, otra vez
Christie, el hotel acababa casi siempre por darles ganas de hablar de crímenes,
pero también a la Maga la invadía de golpe una marea de seriedad, preguntaba con
los ojos fijos en el cielo raso si la pintura sienesa era tan enorme como
afirmaba Etienne, si no sería necesario hacer economías para comprarse un tocadiscos
y las obras de Hugo Wolf, que a veces canturreaba interrumpiéndose a la mitad,
olvidada y furiosa. A Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada
podía ser más importante para ella y al mismo tiempo, de una manera
difícilmente comprensible, estaba como por debajo de su placer, se alcanzaba en
él un momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era como
un despertarse y conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre
un poco crepuscular que encantaba a Oliveira temeroso de perfecciones, pero la
Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente
necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla profundamente,
incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo de él y lo
arrebataba, se daba entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las
manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por una
montaña, arrancando el tiempo con las uñas, entre hipos y un ronquido
quejumbroso que duraba interminablemente. Una noche le clavó los dientes, le
mordió el hombro hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir de lado, un poco
perdido ya, y hubo un confuso pacto sin palabras, Oliveira sintió como si la
Maga esperara de él la muerte, algo en ella que no era su yo despierto, una oscura
forma reclamando una aniquilación, la lenta cuchillada boca arriba que rompe
las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los terrores.
Sólo esa vez, excentrado como un matador mítico para quien matar es devolver el
toro al mar y el mar al cielo, vejó a la Maga en una larga noche de la que poco
hablaron luego, la hizo Pasifae, la dobló y la usó como a un adolescente, la
conoció y le exigió las servidumbres de la más triste puta, la magnificó a
constelación, la tuvo entre los brazos oliendo a sangre, le hizo beber el semen
que corre por la boca como el desafío al Logos, le chupó la sombra del vientre
y de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa última
operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a la mujer, la exasperó
con piel y pelo y baba y quejas, la vació hasta lo último de su fuerza magnífica,
la tiró contra una almohada y una sábana y la sintió llorar de felicidad contra
su cara que un nuevo cigarrillo devolvía a la noche del cuarto y del hotel. Más
tarde a Oliveira le preocupó que ella se creyera colmada, que los juegos buscaran
ascender a sacrificio. Temía sobre todo la forma más sutil de la gratitud que
se vuelve cariño canino, no quería que la libertad, única ropa que le caía bien
a la Maga, se perdiera en una feminidad diligente. Se tranquilizó porque la vuelta
de la Maga al plano del café negro y la visita al bidé se vio señalada por una
recaída en la peor de las confusiones. Maltratada de absoluto durante esa noche,
abierta a una porosidad de espacio que late y se expande, sus primeras palabras
de este lado tenían que azotarla como látigos, y su vuelta al borde de la cama,
imagen de una consternación progresiva que busca neutralizarse con sonrisas y
una vaga esperanza, dejó particularmente satisfecho a Oliveira. Puesto que no
la amaba, puesto que el deseo cesaría (porque no la amaba, y el deseo cesaría),
evitar como la peste toda sacralización de los juegos. Durante días, durante semanas,
durante algunos meses, cada cuarto de hotel y cada plaza, cada postura amorosa
y cada amanecer en un café de los mercados: circo feroz, operación sutil y
balance lúcido. Se llegó así a saber que la Maga esperaba verdaderamente que
Horacio la matara, y que esa muerte debía ser de fénix, el ingreso al concilio
de los filósofos, es decir a las charlas del Club de la Serpiente: la Maga
quería aprender, quería ins-truir-se. Horacio era exaltado, concitado a la función
del sacrificador lustral, y puesto que casi nunca se alcanzaban porque en pleno
diálogo eran tan distintos y andaban por tan opuestas cosas (y eso ella lo sabía,
lo comprendía muy bien), entonces la única posibilidad de encuentro estaba en
que Horacio la matara en el amor donde ella podía conseguir encontrarse con él,
en el cielo de los cuartos de hotel se enfrentaban iguales y desnudos y allí
podía consumarse la resurrección del fénix después que él la hubiera
estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca abierta,
mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad suya, a traerla de su lado.
#6
La técnica consistía en citarse vagamente en un barrio
a cierta hora. Les gustaba desafiar el peligro de no encontrarse, de pasar el
día solos, enfurruñados en un café o en un banco de plaza, leyendo-un-libro-más.
La teoría del libro-más era de Oliveira, y la Maga la había aceptado por pura
ósmosis. En realidad para ella casi todos los libros eran libro-menos, hubiese
querido llenarse de una inmensa sed y durante un tiempo infinito (calculable
entre tres y cinco años) leer la ópera omnia de Goethe, Homero, Dylan Thomas,
Mauriac, Faulkner, Baudelaire, Roberto Arlt, San Agustín y otros autores cuyos
nombres la sobresaltaban en las conversaciones del Club. A eso Oliveira respondía
con un desdeñoso encogerse de hombros, y hablaba de las deformaciones
rioplatenses, de una raza de lectores a fulltime, de bibliotecas pululantes de
marisabidillas infieles al sol y al amor, de casas donde el olor a la tinta de
imprenta acaba con la alegría del ajo. En esos tiempos leía poco, ocupadísimo
en mirar los árboles, los piolines que encontraba por el suelo, las amarillas
películas de la Cinemateca y las mujeres del barrio latino. Sus vagas
tendencias intelectuales se resolvían en meditaciones sin provecho y cuando la
Maga le pedía ayuda, una fecha o una explicación, las proporcionaba sin ganas,
como algo inútil. Pero es que vos ya lo sabés, decía la Maga, resentida.
Entonces él se tomaba el trabajo de señalarle la diferencia entre conocer y
saber, y le proponía ejercicios de indagación individual que la Maga no cumplía
y que la desesperaban.
De acuerdo en que en ese terreno no lo estarían nunca,
se citaban por ahí y casi siempre se encontraban. Los encuentros eran a veces
tan increíbles que Oliveira se planteaba una vez más el problema de las
probabilidades y le daba vuelta por todos lados, desconfiadamente. No podía ser
que la Maga decidiera doblar en esa esquina de la rue de Vaugirard exactamente
en el momento en que él, cinco cuadras más abajo, renunciaba a subir por la rue
de Buci y se orientaba hacia la rue Monsieur le Prince sin razón alguna,
dejándose llevar hasta distinguirla de golpe, parada delante de una vidriera,
absorta en la contemplación de un mono embalsamado. Sentados en un café
reconstruían minuciosamente los itinerarios, los bruscos cambios, procurando
explicarlos telepáticamente, fracasando siempre, y sin embargo se habían
encontrado en pleno laberinto de calles, casi siempre acababan por encontrarse
y se reían como locos, seguros de un poder que los enriquecía. A Oliveira lo
fascinaban las sinrazones
de la Maga, su tranquilo desprecio por los cálculos más elementales.
Lo que para él había sido análisis de probabilidades,
elección o simplemente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para
ella simple fatalidad.
«¿Y si no me hubieras encontrado?», le preguntaba. «No
sé, ya ves que estás aquí...» Inexplicablemente la respuesta invalidaba la
pregunta, mostraba sus adocenados resortes lógicos. Después de eso Oliveira se
sentía más capaz de luchar contra sus prejuicios bibliotecarios, y paradójicamente
la Maga se rebelaba contra su desprecio hacia los conocimientos escolares. Así
andaban, Punch and Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se
quiere que el amor termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor,
esa palabra...
#7
"ANDABAMOS SIN BUSCARNOS PERO SABIENDO QUE ANDABAMOS PARA ENCONTRARNOS"
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca,
voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se
entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar,
hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en
la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí
para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender
coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te
dibuja. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos
al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se
acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando
confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los
labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde
un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis
manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo
mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de
movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y
si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa
instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura,
y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
Sin duda este fue mi favorito :3
#8
Íbamos por las tardes a ver los peces del Quía de la
Mégisserie, en marzo del mes leopardo, el agazapado pero ya con un sol amarillo
donde el rojo entraba un poco más cada día. Desde la acera que daba al río, indiferentes
a los bouquinistes que nada iban a darnos sin dinero, esperábamos el momento en
que veríamos las peceras (andábamos despacio, demorando el encuentro), todas
las peceras al sol, y como suspendidos en el aire cientos de peces rosa y
negro, pájaros quietos en su aire redondo. Una alegría absurda nos tomaba de la
cintura, y vos cantabas arrastrándome a cruzar la calle, a entrar en el mundo
de los peces colgados del aire.
Sacan las peceras, los grandes bocales a la calle, y
entre turistas y niños ansiosos y señoras que coleccionan variedades exóticas
(550 fr. pièce) están las peceras bajo el sol con sus cubos, sus esferas de
agua que el sol mezcla con el aire, y los pájaros rosa y negro giran danzando
dulcemente en una pequeña porción de aire, lentos pájaros fríos. Los mirábamos,
jugando a acercar los ojos al vidrio, pegando la nariz, encolerizando a las
viejas vendedoras armadas de redes de cazar mariposas acuáticas, y
comprendíamos cada vez peor lo que es un pez, por ese camino de no comprender
nos íbamos acercando a ellos que no se comprenden, franqueábamos las peceras y
estábamos tan cerca como nuestra amiga, la vendedora de la segunda tienda
viniendo del Pont-Neuf, que te dijo:
«El agua fría los mata, es triste el agua fría...» Y
yo pensaba en la mucama del hotel que me daba consejos sobre un helecho: «No lo
riegue, ponga un plato con agua debajo de la maceta, entonces cuando él quiere
beber, bebe, y cuando no quiere no bebe...» Y pensábamos en esa cosa increíble
que habíamos leído, que un pez solo en su pecera se entristece y entonces basta
ponerle un espejo y el pez vuelve a estar contento...
Entrábamos en las tiendas donde las variedades más
delicadas tenían peceras especiales con termómetro y gusanitos rojos. Descubríamos
entre exclamaciones que enfurecían a las vendedoras —tan seguras de que no les
compraríamos nada a 550 fr. pièce— los comportamientos, los amores, las formas.
Era el tiempo delicuescente, algo como chocolate muy fino o pasta de naranja
martiniquesa, en que nos emborrachábamos de metáforas y analogías, buscando
siempre entrar. Y ese pez era perfectamente Giotto, te acordáis, y esos dos
jugaban como perros de jade, o un pez era la exacta sombra de una nube
violeta... Descubríamos cómo la vida se instala en formas privadas de tercera
dimensión, que desaparecen si se ponen de filo o dejan apenas una rayita rosada
inmóvil vertical en el agua. Un golpe de aleta y monstruosamente está de nuevo
ahí con ojos bigotes aletas y del vientre a veces saliéndole y flotando una
transparente cinta de excremento que no acaba de soltarse, un lastre que de
golpe los pone entre nosotros, los arranca a su perfección de imágenes puras,
los compromete, por decirlo con una de las grandes palabras que tanto
empleábamos por ahí y en esos días.
#9
Por la rué de Varennes entraron en la rué Vaneau.
Lloviznaba, y la Maga se colgó todavía más del brazo de Oliveira, se apretó
contra su impermeable que olía a sopa fría. Etienne y Perico discutían una posible
explicación del mundo por la pintura y la palabra. Aburrido, Oliveira pasó el
brazo por la cintura de la Maga. También eso podía ser una explicación, un
brazo apretando una pintura fina y caliente, al caminar se sentía el juego leve
de los músculos como un lenguaje monótono y persistente, una Berlitz obstinada,
te quie-ro te quie-ro te quie-ro. No una explicación: verbo puro, que-rer,
que-rer. «Y después siempre, la cópula», pensó gramaticalmente Oliveira. Si la
Maga hubiera podido comprender cómo de pronto la obediencia al deseo lo
exasperaba, inútil obediencia solitaria había dicho un poeta, tan tibia la
cintura, ese pelo mojado contra su mejilla, el aire Toulouse Lautrec de la Maga
para caminar arrinconada contra él. En el principio fue la cópula, violar es
explicar pero no siempre viceversa. Descubrir el método antiexplicatorio, que
ese te quie-ro te quie-ro fuese el cubo de la rueda. ¿Y el Tiempo? Todo
recomienza, no hay un absoluto.
Después hay que comer o descomer, todo vuelve a entrar
en crisis. El deseo cada tantas horas, nunca demasiado diferente y cada vez
otra cosa: trampa del tiempo para crear las ilusiones. «Un amor como el fuego,
arder eternamente en la contemplación del Todo. Pero en seguida se cae en un
lenguaje desaforado.»
—Explicar, explicar —gruñía Etienne—. Ustedes si no
nombran las cosas ni siquiera las ven. Y esto se llama perro y esto se llama casa,
como decía el de Duino. Perico, hay que mostrar, no explicar. Pinto, ergo soy.
— ¿Mostrar qué? —dijo Perico Romero.
—Las únicas justificaciones de que estemos vivos.
—Este animal cree que no hay más sentido que la vista
y sus consecuencias —
Dijo Perico.
—La pintura es otra cosa que un producto visual –dijo
Etienne—. Yo pinto con todo el cuerpo, en ese sentido no soy tan diferente de
tu Cervantes o tu Tirso de no sé cuánto. Lo que me revienta es la manía de las
explicaciones, el Logos entendido exclusivamente como verbo.
—Etcétera —dijo Oliveira, malhumorado—. Hablando de
los sentidos, el de ustedes parece un diálogo de sordos. La Maga se apretó
todavía más contra él.
«Ahora ésta va a decir alguna de sus burradas», pensó
Oliveira. «Necesita frotarse primero, decidirse epidérmicamente.» Sintió una
especie de ternura rencorosa, algo tan contradictorio que debía ser la verdad misma. «Había
que inventar la bofetada dulce, el puntapié de abejas. Pero en este mundo las
síntesis últimas están por descubrirse. Perico tiene razón, el gran Logos vela.
Lástima, haría falta el amoricidio, por ejemplo, la verdadera luz negra, la
antimateria que tanto da que pensar a Gregorovius.»
—Che, ¿Gregorovius va a venir a la discada? —preguntó
Oliveira.
Perico creía que sí, y Etienne creía que Mondrian.
—Fíjate un poco en Mondrian —decía Etienne—. Frente a
él se acaban los signos mágicos de un Klee. Klee jugaba con el azar, los beneficios
de la cultura.
La sensibilidad pura puede quedar satisfecha con
Mondrian, mientras que para Klee hace falta un fárrago de otras cosas. Un refinado
para refinados. Un chino, realmente. En cambio Mondrian pinta absoluto. Te ponéis
delante, bien desnudo, y entonces una de dos: ves o no ves. El placer, las cosquillas,
las alusiones, los terrores o las delicias están completamente de más.
— ¿Vos entendéis lo que dice? —Preguntó la Maga—. A mí
me parece que es injusto con Klee.
—La justicia o la injusticia no tienen nada que ver
con esto —dijo Oliveira, aburrido—. Lo que está tratando de decir es otra cosa.
No hagas en seguida una cuestión personal.
—Pero por qué dice que todas esas cosas tan hermosas
no sirven para Mondrian.
—Quiere decir que en el fondo una pintura como la de
Klee te reclama un diploma ès lettres, o por lo menos ès poésie, en tanto que
Mondrian se conforma con que uno se mondrianice y se acabó.
—No es eso —dijo Etienne.
—Claro que es eso —dijo Oliveira—. Según vos una tela
de Mondrian se basta a sí misma. Ergo, necesita de tu inocencia más que de tu
experiencia. Hablo de inocencia edénica, no de estupidez. Fíjate que hasta tu
metáfora sobre estar desnudo delante del cuadro huele a preadamismo. Paradójicamente
Klee es mucho más modesto porque exige la múltiple complicidad del espectador,
no se basta a sí mismo. En el fondo Klee es historia y Mondrian atemporalidad.
Y vos te morís por lo absoluto. ¿Te explico?
—No —dijo Etienne—. C’est vache comme il pleut.
—Tú parles, coño —dijo Perico—. Y el Ronald de la
puñeta, que vive por el demonio.
—Apretemos el paso —lo remedó Oliveira—, cosa de
hurtarle el cuerpo a la cellisca.
—Ya empiezas. Casi prefiero tu lluvia y tu gallina,
coño. Cómo llueve en Buenos Aires. El tal Pedro de Mendoza, mira que ir a
colonizaros a vosotros.
—Lo absoluto —decía la Maga, pateando una piedrita de
charco en charco—.
¿Qué es un absoluto, Horacio? —Mirá —dijo Oliveira—, viene a ser ese momento en que
algo logra su máxima profundidad, su máximo alcance, su máximo sentido, y deja
por completo de ser interesante.
—Ahí viene Wong —dijo Perico—. El chino está hecho una
sopa de algas.
Casi al mismo tiempo vieron a Gregorovius que
desembocaba en la esquina de la rué de Babylone, cargando como de costumbre con
un portafolios atiborrado de libros. Wong y Gregorovius se detuvieron bajo el
farol (y parecían estar tomando una ducha juntos), saludándose con cierta
solemnidad. En el portal de la casa de Ronald hubo un interludio de cierra
paraguas comment ça va a ver si alguien enciende un fósforo está rota la minuterie
qué noche inmunda ah oui c’est vache, y una ascensión más bien confusa
interrumpida en el primer rellano por una pareja sentada en un peldaño y sumida
profundamente en el acto de besarse.
—Allez, c’ést pas une heure pour faire les cons —dijo
Etienne.
—Ta gueule —contestó una voz ahogada—. Montez, montez,
ne vous gênez pas. Ta bouche, mon trésor.
—Salaud, va —dijo Etienne—. Es Guy Monod, un gran
amigo mío.
En el quinto piso los esperaban Ronald y Babs, cada
uno con una vela en la mano y oliendo a vodka barato. Wong hizo una seña, todo
el mundo se detuvo en la escalera, y brotó a capella el himno profano del Club
de la Serpiente.
Después entraron corriendo en el departamento, antes
de que empezaran a asomarse los vecinos.
Ronald se apoyó contra la puerta. Pelirrojamente en
camisa a cuadros.
—La casa está rodeada de catalejos, damn it. A las
diez de la noche se instala aquí el dios Silencio, y guay del que lo sacrilegue.
Ayer subió a increparnos un funcionario. Babs, ¿qué nos dice el digno señor?
—Nos dice: «Quejas reiteradas.»
— ¿Y qué hacemos nosotros? —dijo Ronald, entreabriendo
la puerta para que entrara Guy Monod.
—Nosotros hacemos esto —dijo Babs, con un perfecto
corte de mangas y un violento pedo oral.
— ¿Y tú chica? —preguntó Ronald.
—No sé, se confundió de camino —dijo Guy—. Yo creo que
se ha ido,
Estábamos lo más bien en la escalera, y de golpe. Más
arriba no estaba. Bah, qué importa, es suiza.
10
Las nubes aplastadas y rojas sobre el barrio latino de
noche, el aire húmedo con todavía algunas gotas de agua que un viento desganado
tiraba contra la ventana malamente iluminada, los vidrios sucios, uno de ellos
roto y arreglado con un pedazo de esparadrapo rosa. Más arriba, debajo de las
canaletas de plomo, dormirían las palomas también de plomo, metidas en sí
mismas, ejemplarmente anti gárgolas. Protegido por la ventana el paralelepípedo
musgoso oliente a vodka y a velas de cera, a ropa mojada y a restos de guiso,
vago taller de Babs ceramista y de Ronald músico, sede del Club, sillas de
caña, reposeras desteñidas, pedazos de lápices y alambre por el suelo, lechuza embalsamada
con la mitad de la cabeza podrida, un tema vulgar, mal tocado, un disco viejo
con un áspero fondo de púa, un raspar crujir crepitar incesante, un saxo
lamentable que en alguna noche del 28 o 29 había tocado como con miedo de
perderse, sostenido por una percusión de colegio de señoritas, un piano
cualquiera. Pero después venía una guitarra incisiva que parecía anunciar el
paso a otra cosa, y de pronto (Ronald los había prevenido alzando el dedo) una corneta
se desgajó del resto y dejó caer las dos primeras notas del tema, apoyándose en
ellas como en un trampolín. Bix dio el salto en pleno corazón, el claro dibujo
se inscribió en el silencio con un lujo de zarpazo. Dos muertos se batían fraternalmente,
ovillándose y desatendiéndose, Bix y Eddie Lang (que se llamaba Salvatore Massaro)
jugaban con la pelota I’m coming, Virginia, y dónde estaría enterrado Bix,
pensó Oliveira, y dónde Eddie Lang, a cuántas millas una de otra sus dos nadas
que en una noche futura de París se batían guitarra contra corneta, gin contra
mala suerte, el jazz.
—Se está bien aquí. Hace calor, está oscuro.
—Bix, qué loco formidable. Poné Jazz me Blues, viejo.
—La influencia de la técnica en el arte —dijo Ronald metiendo
las manos en una pila de discos, mirando vagamente las etiquetas—. Estos tipos
de antes del long play tenían menos de tres minutos para tocar. Ahora te viene
un pajarraco como Stan Getz y se te planta veinticinco minutos delante del
micrófono, puede soltarse a gusto, dar lo mejor que tiene. El pobre Bix se
tenía que arreglar con un coro y gracias, apenas entraban en calor zas, se
acabó. Lo que habrán rabiado cuando grababan discos. —No tanto —dijo Perico—. Era como hacer sonetos en vez
de odas, y eso que yo de esas pajoleras no entiendo nada. Vengo porque estoy
cansado de leer en mi cuarto un estudio de Julián Marías que no termina nunca.
CONTINUARA...........
Las frases que mas me gustaron fueron estas:
"Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos"
"La melancolía de vida demasiado corta para tantas bibliotecas.Cuando crees que has aprehendido plenamente cualquier cosa lo mismo que un iceberg tiene un pedacito por fuera y te lo muestra,y el resto enorme esta mas alla de tu limite"
"como si se pudiese elegir en el amor,como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.
La novela es muy buena recomiendo que la continúen leyendo.Aunque es un poco confusa pero vale la pena leerlo.Los capítulos que mas me gustaron fueron el 5 ,6 y 7.Mi personaje favorito fue la maga aunque ella no sabia nada de cultura cuando se reunían en el club de la serpiente ella no sabia de que hablaban y tuvo una adolescencia muy fea ya que la habían violado.